viernes, 18 de febrero de 2011

Capítulo 1: OZZY OSBOURNE: Encuentro con el diablo.

(22 de julio de 2000, Blockbuster - Sony Entertainment Center, Camden, NJ )

Nunca tuve un ataque de pánico, pero estuve cerca. Salí, después de la medianoche, y estaba completamente solo. Venía de entrevistar a Ozzy Osbourne y no sabía cómo iba a volver al hotel que estaba en Pensilvania y yo, en Nueva Jersey. En Estados Unidos no tengo miedo. Es como una sensación primermundista. En Argentina ni salgo a pasear al perro para no tentar a la inseguridad. Y eso que vivo en un barrio cerrado.  
Quise despejar la mente, concentrarme en algo lindo, y recordé cómo Ozzy me saludaba sacudiendo la mano libre mientras meaba con la puerta abierta en el baño del camarín en el que habíamos estado charlando minutos antes. Unos cuantos perritos de la familia, esos que se hicieron famosos en The Osbournes, le saltaban entre las piernas  (más de uno salió salpicado). De fondo se escuchaban los gritos de Sharon, esposa, manager y salvadora de Ozzy. ¿A quién estaría maltratando? Conmigo fue muy educada. Todavía 
no era una celebridad pero ya se notaba que los tenía a todos cagando. No me acuerdo si le di la mano o… No, no, acostumbrado, intenté besarla en la mejilla. Fue un acto reflejo, pero me pareció que ella lo tomó como un atrevimiento de mi parte. Se hizo un silencio incómodo pero nada más. Por suerte Ozzy empezó a temblar y Sharon tuvo que olvidarse de mi mí y el beso atrevido para darle la medicación a él. Los que conocieron a Ozzy por The Osbournes creen que tiene Parkinson, para sus verdaderos fans es un 
desequilibrio ocasionado por la bestial cantidad de drogas consumidas, pero él asegura que es un problema en el sistema nervioso, hereditario. Como siempre, la culpa la tienen los padres.



Por suerte la afueras del estadio estaban iluminadas. Una hora antes más de veinte mil
fanáticos habían estado cantando “Paranoid”, la última canción del set de Ozzy, que
encabezaba, una vez más, la grilla del festival itinerante, el Ozzfest, que Sharon inventó 
en 1996.



Yo había viajado a Nueva York para cubrir una serie de recitales. Creo que ya había
visto, o iba a ver, no me acuerdo, a Limp Bizkit. Fue en esa gira gratuita auspiciada por
Napster, algo así como la revolución comunista de la industria discográfica, el germen
del mal que amenaza con la destrucción definitiva de los valores que tanto le costó al
sistema establecer en este negocio: lo mío es mío y lo tuyo es mío. Desde Napster, el
primer eslabón en la cadena evolutiva de la piratería desenfrenada, cambiaron las reglas:
todo podía ser de todos. Pero bueno, tomé un micro en Nueva York que pasó por Nueva
Jersey y me dejó en Pensilvania. Crucé tres estados. La terminal de ómnibus de Nueva
York queda en un mundo subterráneo que parece un hormiguero: millones de personas
viajan en miles de colectivos que recorren cientos de pasadizos (para mí que alguno es
secreto) hasta que, finalmente, emergen hacia la superficie.


Desde la habitación del hotel en Pensilvania podía ver el Río Delaware y, del otro lado,
la costa de Nueva Jersey. Esa tarde había desechado la oportunidad de entrevistar a Max
Cavalera de Soulfly porque él estaba todavía en Nueva York y yo ya había cruzado la
frontera. Hubiera tenido que desandar el camino, volver a Nueva York, hacer la nota, y
regresar volando a Pensilvania para saltar hasta Nueva Jersey y presenciar por primera
vez en mi vida el Ozzfest, que en esa oportunidad incluía a Queens of the Stone Age, 
P.O.D., Godsmack, Incubus, Methods of Mayhem (la banda que formó Tommy Lee cuando se fue de Mötley Crüe) y, entre otros, Pantera. ¡PAN-TE-RA! ¡Fuck! Sólo de pensarlo me dan ganas de llorar (mentira, pero suena dramático ¿no?). Fue la última vez que vi en vivo a Pantera. Es que fue su última la gira, la del disco Reinventing the steel. Poco después se separaron. Y años más tarde un loco de mierda asesinó al guitarrista
Dimebag Darrell en vivo, sobre el escenario, mientras su nueva banda, Damageplan, tocaba en un bar de Ohio. El puto, que estaba entre el público, sacó un arma, le disparó a quemarropa, tiró otro par de tiros y fue abatido por un oficial de policía que se encontraba en el lugar. ¡Fuck! Sí, me da bronca Darrell, pero mucho más me jode saber que Pantera no volverá jamás. Es cierto, alguien podría tocar como guitarrista invitado, pero parece que el baterista Vinnie Paul, que para colmo era hermano de Dimebag, odia al cantante Phil Anselmo porque éste había declarado en una entrevista que Dimebag era un tarado y que merecía ser cagado bien a trompadas. No va y a este pelotudo se le ocurre matarlo a sangre fría, pasando a la historia, porque creía que Dimebag era el culpable de la separación de Pantera, su banda favorita. ¡Qué hijo de puta! Y bue’. En definitiva, le dije a Gloria (esposa y manager de Max Cavalera) que no iba a poder llegar a tiempo para hacer la entrevista. Por Ozzy me banco en clase turista desde Buenos Aires hasta Nueva York, pero por Max (si al menos hubiera seguido en Sepultura) no daba cruzar el charco. Y justo estaba viendo una película en el hotel y no quería perderme el final. Aunque ahora que lo pienso era una de esas pagar-para-ver.
Podría haberla comprado de nuevo. Total, paga la radio. Pero bueno, en ese momento no se me ocurrió… o tuve fiaca, da lo mismo.




Por suerte las afueras del estadio estaban iluminadas. Desde donde estaba podía divisar el hotel. En línea recta no estaba a mucho más de un kilómetro. Lástima el río. Camino un par de metros y me encuentro cara a cara con la salvación: la policía (siempre ayudan a organizar el tránsito cuando terminan los recitales). Otra vez, instintivamente, reaccioné a la argentina. Estaba tratando de hacerme el boludo y pasar desapercibido
cuando me di cuenta que no era la bonaerense y que no iban a llamar a mi vieja para pedir rescate sino que estaba, frente a frente, con un oficial incorruptible de la ley y el orden norteamericanos. Ya estaba disfrutando de la delicias del frigobar cuando el cana, un negro grandote con cara de arreglatecómopuedasnoesasuntomío derribó mis esperanzas. ‘Perdón, oficial, disculpe la molestia, pero ¿no sabría decirme cómo puedo hacer para volver al hotel?’. ‘En auto, como todos’, me dijo. ‘Si, ya sé, pero no tengo, soy de Argentina, soy periodista, estuve trabajan…’. ‘¿Cómo? ¿Trabajando? ¡Permiso, autorización, visa, pasaporte, certificado de nacimiento…!’ ‘No, no, bueno, es la costumbre.Je je. En realidad estoy en viaje de placer. En unos días vuelvo a casa. El pasasporte no lo tengo, lo dejé en el hotel, siempre lo hago, tengo miedo de perderlo. Vine a ver el concierto de Ozzy Osbourne. ¿Lo conoce? Fue el cantante original de Black Sabbath…’ ‘¿Eh? Sí, sí, perdón. Como le decía, no sé cómo regresar hasta el hotel. Es aquel que está allá, mire. Sí, ese, está acá no más. ¿Usted no podría llevarme en la patrulla?’. ‘Me encantaría, pero estamos en Nueva Jersey y el hotel queda en Pensilvania. Es otra jurisdicción, no podemos atravesar estados. Lo siento’. ‘Ah, uh. 
Qué cagada. (‘Oh, shit’, dije) ¿Y qué hago?’. ‘Llamá un taxi, ahí tenés un teléfono’. ‘Uh, claro, pero qué boludo. Gracias, oficial’. ‘Para servirlo’. 



Pero en la cabina telefónica sólo había calcos con números de putas. Pensé en llamar una pero antes tenía que resolver este problemita del traslado. Ya habría tiempo para festejar. Por suerte, en Estados Unidos los teléfonos públicos siempre funcionan, aunque ahora son una especie en extinción porque todos tienen celular. Probé discar 0-800-TAXI pero no hubo caso. Pensé en llamar al hotel pero no me acordaba el número.


Entonces recordé que podía contar con la ayuda de la operadora. La máquina te da la opción: podés hablar en inglés o en español. Yo siempre preferí hablar en inglés porque me siento más internacional y siempre creo que cualquiera que hable español me va a cagar. Supongo que el operador era un rapero de Harlem porque no le entendía un carajo. Tenía un acento del orto o hablaba un dialecto callejero que no alcanzaba a
comprender. Le corté a la mierda y cambié por uno de los nuestros. Muy amablemente la señora operadora me dijo que era un ‘boludo, chico, que por unos pocos dólares podría haber contratado un servicio desde el hotel para que me buscara a la salida del recital’. ¡Y yo cómo mierda iba a saber! ¡Vivo en Argentina!  




En Estados Unidos, la mayoría de los estadios quedan en zonas alejadas de las grandes ciudades y centros urbanos. Todo el mundo va a en auto a todas partes. Doce horas antes yo había llegado en un taxi que pedí en el hotel y ahora no tenía cómo mierda volver. A la salida de un concierto no hay tacheros esperando clientes porque nadie utiliza ese servicio. Todos tienen auto. Encima, como me encontré con Ozzy después
del show, y no antes como estaba previsto, salí más tarde y no quedaba un alma en las inmediaciones. Nunca entendí por qué la mayoría de los músicos prefieren conceder entrevistas después de tocar y no antes. ¿Cómo mierda tienen ganas de dar notas después de tocar, cansados, chivados? ¡Me cago en Ozzy y la puta que lo parió!   



Ozzy había accedido a mi pedido de nota sólo porque el Ozzfest iba a llegar a  Argentina y Sharon consideró que estaba bien promocionar el festival. En Estados Unidos la gira cuenta con más de treinta bandas pero en Argentina iban a tocar cuatro o cinco. Además de Ozzy, iban a estar Pantera, Megadeth, Rob Zombie y Machine Head. ¡Ja! El festival nunca se hizo. Ozzy canceló por cansancio, porque iba a grabar un disco o porque tenía hemorroides, no me importa. Por lo menos me dio la nota. ¡Tomá Sharon, en tu cara, hiciste la entrevista al pedo! 








El Ozzfest arranca a eso de las diez de la mañana. Como esta fue mi primera vez, llegué temprano, pasado el mediodía. Vi a Soulfly y me sentí un poco culpable por no haber el hecho el esfuerzo de encontrarme con él, pero mi espíritu contestatario pudo más. Me rebelé. No entendía para qué demonios me pedían que viajara de acá para allá si en definitiva íbamos a estar los dos en el mismo lugar, a la misma hora. ¿No tenía mucho 
más sentido hacer la nota antes o después de su actuación? Se ve que no. Y ellos mandan. Además de ver a las bandas, en un festival de estas características tenés varias opciones: comida chatarra, merchandising, tatuajes, bebidas alcohólicas o atracciones adicionales. Como ese hijo de puta que se metía un taladro con una mecha número 25 en la nariz, le daba rosca y lo sacaba chorreando sangre y mocos que terminaba
chupando. Debe ser un truco pero soy muy impresionable y casi vomito nachos, Corona y helado.


A la hora señalada me acerqué al backstage y traté de ubicar a mi contacto. Recuerden, todavía no era común y corriente viajar con celular, notebook o mandar mails. Todo era vieja escuela: teléfono de hotel y suerte. Pero lo más importante, siempre, es el contacto, un nombre. Con eso solía alcanzar, aunque costaba. Me tuvieron dando vueltas de una puerta a la otra, de un vallado a otro, hasta que finalmente alquien me dijo algo: ‘Volvé en una hora’. Una hora más tarde (suelo ser bastante puntual), la misma persona, generalmente un road/ tour manager, me dijo que Ozzy iba a dar la entrevista, pero que prefería hacerla después del concierto. ‘Tomá este pase (no piensen mal, me refiero a una credencial)’, me dijo. ‘Nos vemos’. Me colgué el pase/ credencial y me fui orgulloso. Ya no era uno más, ahora tenía mi propio pase/ credencial.




No podés pasar’. ‘Pero ¿cómo, si tengo pase/ credencial?’. ‘Es azul, necesitás el rojo’. ‘¡Mierda!’ (‘¡Oh, shit!’). Me habían derrotado. Mi encuentro con el Príncipe de las Tinieblas, el mismísimo Ozzy Osbourne, el cantante original de Black Sabbath, había fracasado. Cabizbajo, pego mediovuelta, dispuesto a emprender la retirada, cuando los veo venir a Gloria y, un paso atrás, a Max Cavalera. Seguro que iban a saludar a Ozzy.
Hola Gloria, perdón, pero soy yo, Gustavo, el periodista argentino’. ‘Hm’. ‘Mirá, no quiero ser atrevido, pero tengo que entrevistar a Ozzy y no me dejan entrar. ¿No puedo ingresar con ustedes? Soy argentino, Max es de Brasil, somos hermanos latinoamericanos. Y mirá, acá tengo mi pase/ credencial’. ‘Metételo en el culo’, me respondió. ‘Oh, shit. Si sólo me hubiera tomado la molestia de hacer la nota con Max’, pensé. ‘Andá a lavarte el orto, vieja chota’, le grité en voz baja cuando ya no podían escucharme.


Ya estaba pensando qué excusa poner en la radio cuando no tuviera la nota con Ozzy. Podía decir que había fallado el grabador ¿no? No sería la primera vez. A cualquiera puede pasarle. Eso sí, no pensaba contar la verdad. Al día siguiente iba a relatarle a Mario, cuando saliera al aire en Cual Es por teléfono, un encuentro sensacional con Ozzy, inolvidable. Total, la gente qué sabe. O podía decir que los rayos X del aeropuerto me habían borrado la nota. No, tenía que ser algo más espectacular. Así estaba, pensativo, cuando escucho a alguien tratando de decir mi nombre. ‘¡Gastaldo! ¡Gustarlo! ¡Gostavio! ¡Gasnapio!’. ‘¿A mí? ¡Yes! ¡El maldito road/ tour manager!’‘¿Qué pasó? Es tarde, Ozzy te espera’. Tony, el asistente personal de Ozzy, me escoltó hasta el camarín privado en el que finalmente iba a tener mi encuentro con el diablo.





Era una sala de unos treinta metros cuadrados. Había una mesa ratona grande, en la que destacaban los frascos con pastillas que viajan con Ozzy a todas partes. Me sentía en otro mundo. Estaba en uno de esos lugares a los que muy pocos acceden, el santuario personal de una estrella de rock. Me dejaron solo unos segundos, insuficientes como para que pudiera seleccionar algún recuerdo que llevaría a casa como prueba de que, sí, efectivamente había estado ahí. Tony volvió con Ozzy, que caminaba como apoyado en
un andador, con paso inseguro. ‘Ho-ho-la Ggg-Gu-Gustavo, soy Ozzy’. ‘No, si vas a ser el Cuco’, pensé. ‘Hola, man ¿cómo estás?’. ‘Y, como el orto’, seguí pensando. ‘Bbbbien, bbb-bien’, respondió tartamudeando. Nunca entendí cómo este tipo que apenas podía caminar y le costaba hilvanar una frase era capaz de saltar y correr sobre un escenario, cantando de corrido (aunque leyendo las letras de sus propias canciones, algunas de las cuales canta hace cuarenta años, en un teleprompter). Se lo iba a preguntar, pero no me animé. Siempre me pone nervioso estar ante una leyenda. Para mí es como salir a escena. El día que no me suceda, me retiro (mentira). Ozzy tenía una especie de jogging color negro y unas alpargatas modernas, de Beverly Hills. Me tendió su mano temblorosa, llena de anillos y tatuajes, de uñas largas pero esculpidas, con los dedos meñique pintados de negro. Cuando gesticula extiende los meñiques, como un
colectivero que está a punto de meterse el dedo en la oreja. Nos sentamos. El en un sillón amplio y yo en otro individual, a su lado.



Recuerdo que cuando nos despedimos, quince o veinte minutos más tarde, antes de cerrar la nota, le pedí unas palabras para los fans argentinos que esperaban ansiosamente el desembarco del Ozzfest en Buenos Aires. ‘Cuanto más locos se vuelvan ustedes, más loco me vuelvo yo’, me respondió. Je. Me quedó grabado. Lo había dicho un rato antes sobre el escenario. Y lo repitió cada vez que lo entrevisté, y cada vez que lo vi en vivo. Creo que eso debería decir sobre su lápida, pero tartamudeado, con onda, como Elmer,
una especie de ‘Tha-tha-that’s all folks’.  


Entonces aparecieron Tony, Sharon y los perritos. La última imagen que guardo de mi primer cruce cara a cara con Ozzy es la del tipo echándose un cloro con la puerta abierta mientras me saludaba: ‘Ha-ha-hasta la próxima, Gggg-Gustavo’. Y no, no se la vi. Salí, después de medianoche, y estaba completamente solo. Abortada la opción telefónica, decidí suplicarle al policía, pero lamentablemente había desaparecido. Me
quedaba una última opción: caminar. Según la peor de las presunciones, serían unas treinta, cuarenta cuadras en total. Lo malo es que iba a tener que cruzar por un puente/ autopista de un par de kilómetros que no tenía senda peatonal. Me pareció peligroso, pero no imposible. A esta altura estaba envalentonado. Después de todo, había sobrevivido al contacto con Ozzy, el mismo que le arrancó la cabeza a una paloma con
los dientes, se comió un murciélago rabioso y aspiró una línea de hormigas.


Subí la capucha del cangurito, entrecerré los ojos y me puse en la piel de El fugitivo. Apenas había dado dos pasos cuando una luz misteriosa me ilumina por la espalda. Giro sobre mis talones y me pongo en posición de combate, dispuesto a enfrentar lo peor. No podía ver nada, la luz era cegadora. Escucho una bocina, el ruido de un motor. Las luces se apagan. Se me acostumbra la vista, miro, y no lo puedo creer. ¡Un taxi! ¡Un fuckin’ taxi! ¡Salvado! ¡Eureka! Pero no, qué ven mis ojos. El conductor es latino. ¡La puta madre, qué mala suerte, me va a afanar! Me disponía a salir corriendo cuando escucho las palabras mágicas: ‘¿Te llevo?’ (En realidad el que pensó que lo iba a afanar era el taxista. Qué raro, siempre me dicen que luzco muy europeo). Me abalancé sobre el capot, junté las manos y, mirando al cielo, le rogué que no me abandonara.
El pibe había ido a ver a Ozzy y, resacoso, se quedó dormido un rato en el estacionamiento. Estaba fuera de servicio, pero ofreció llevarme si pagaba tarifa doble. El viaje fue corto, pero pude contarle que Ozzy es lo más grande que hay.
‘Hola ¿room service? Una botella de champán, por favor’. Esto hay que celebrarlo.
Total, paga la radio.






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